Muchos pensamos que un Pacto Educativo en España sería un gran avance para el interés general de todo el país. Y si es necesario alcanzar un Pacto es porque existe un conflicto o, mejor dicho, una colección de conflictos que impiden, distorsionan y dificultan el objetivo principal del sistema escolar: el éxito académico y personal del alumnado, o al menos de una gran mayoría.
Nuestro sistema educativo (sin contar las 83 universidades) es una inmensa maquinaria que presta servicio a más de 8 millones de alumnos, con 670.000 profesores y cerca de 27.000 centros educativos sobre el que se toman decisiones en 18 cuarteles generales y cuyos resultados son bastante dispares, tal y como se desprende del último Informe Pisa 2016. Esto no es Finlandia. La gestión de este gigantesco edificio escolar es compleja por sus dimensiones, por la multiplicación de modelos y realidades (18 subsistemas en la práctica) y más compleja por las tensiones que genera el pulso permanente que sostienen las dos visiones mayoritarias de la educación de nuestro país en su intento de imponerse: la socialista-progresista y la liberal-conservadora.
Este Pacto no es un asunto fácil, sobre todo si recordamos experiencias pasadas, aunque no quiero decir con ello que sea imposible culminar la negociación algún día con éxito. Los programas de los partidos políticos en los últimos procesos electorales -y también el habitual de las organizaciones sociales-, contienen modelos sobre educación muy distantes, incluso opuestos. Por poner un ejemplo de constante actualidad, tenemos el caso de los conciertos educativos. En un extremo están quienes pretenden simple y llanamente su desaparición, sin contemplaciones. En medio, quien los considera subsidiarios de la escuela pública o quien los define como complementarios atendiendo a la demanda social. En el otro extremo, apostando también por la supresión de los conciertos, quien apuesta por la fórmula del ?cheque escolar? como financiación directa a las familias.
Si observamos la información que se genera en relación a la cuestión educativa en nuestro país, podríamos determinar con facilidad los temas más polémicos, que suscitan los debates más enconados, y que son los mismos desde hace ya 40 años: la coexistencia de la red pública con la red concertada (y en los últimos años, una derivada de la anterior sobre el concierto de la enseñanza diferenciada -la mal denominada segregación por sexos-); la distribución territorial de las competencias, con el tema estrella del debate lingüístico; la cuestión de la laicidad y la presencia de la asignatura de religión en el currículo; la comprensividad del sistema escolar (la llamada clasificación y selección temprana del alumnado y el encaje entre la vía formativa académica y la vía formativa profesional ?FP-); y, por último, y como conclusión de todos los temas anteriores, está el problema de la financiación pública de la educación.
Tras esta voluntad para imponer las tesis de unos sobre otros mediante el vaivén legislativo que ya conocemos, la realidad es que el Pacto Educativo debería iniciarse sobre el reconocimiento del hecho más evidente: una buena educación de calidad y para todos es un deseo común y legítimo de todos, y que la educación no puede ser un campo de batalla político porque no se puede ganar sobre los otros sin que perdamos todos. En conclusión, hay que renunciar a la beligerancia y apostar con decisión por la convivencia de los dos modelos en litigio, y por definir un proyecto compartido válido para una amplia mayoría política y social. La unanimidad es imposible en estas circunstancias.
Si nadie renuncia a sus agendas políticas y sindicales en un momento político y social donde radicalizarse es tan fácil y tan rentable, las probabilidades reales de alcanzar un acuerdo en este momento son escasas, aunque se quiera poner en valor como novedad la actual composición del Congreso que, si bien no cuenta con mayorías absolutas, está sometida a una inestabilidad sin precedentes. Además, no dejamos de asombrarnos por la práctica política tan sectaria que se está llevando a cabo en algunas Comunidades Autónomas, como la importante reducción del horario de la asignatura de Religión en muchas de ellas; el arreglo escolar en la Comunidad Valenciana, que consiste en un simple trasvase de alumnos de la escuela concertada a la pública por la fuerza; o las condiciones impuestas por Pablo Echenique en Aragón al gobierno socialista para aprobar sus presupuestos a cambio del cierre de 28 unidades concertadas; o el desconcierto de los centros de enseñanza diferenciada en Andalucía saltándose lo que marca la LOE-LOMCE?
Pero es en el espacio de la moderación, de la continencia ideológica y verbal, de la prudencia y de la sensatez donde podríamos caber muchos, probablemente la mayoría, que han sido siempre las coordenadas más realistas para arriesgar por el acuerdo y el compromiso a largo plazo. Ese es el origen y la verdadera naturaleza del artículo 27 de la Constitución.
La cuestión crucial de la actual negociación del Pacto educativo consistirá en valorar si el riesgo a asumir el posible acuerdo será más rentable para los intereses de los partidos y de las organizaciones educativas que seguir anclados en el conflicto, en el discurso identitario en el que están cómodamente instalados ahora. Y si una vez más, las agendas de algunos insiders (políticos y docentes) se impondrán finalmente a los outsiders (el público, las familias) en el diseño del modelo final del modelo educativo. Lo sabremos muy pronto.
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